1
Sábado de marzo, madrugada profunda, una bolsa agujereada es arrojada desde un auto, es golpeada consecutivamente por varios vehículos hasta asentarse al borde de la acera bajo una estación de transporte público.
2
Mientras se aclara el día el mar bosteza, su niebla envuelve al barrio como a un insecto, huele a aliento de reptil, a madriguera de ratas; avanza leve por el laberinto de callejuelas, su ritmo es miserable, rastrero y hermoso como las siluetas que se ocultan con su llegada.
3
Una figura endeble, asustadísima, avanza a saltos en el pavimento, arroja bocanadas de vaho mientras revuelve apresurada bolsones de basura, lleva consigo un costalillo repleto de plásticos y cartones, ocasionalmente algún juguete roto o una prenda desteñida van a parar también a su interior.
4
Gira en la esquina camino a casa, ya casi no puede con el costalillo, piensa en papá Nicanor, en el eco de su carcajada mientras le dice que compre pan y mantequilla, o tal vez queso, como cuando le llevo esa radio vieja que apestaba a orines y que colocó cuidadosamente al lado de su uniforme apolillado en el muro de las fotografías.
5
Patea la bolsa ligeramente, tantea su contenido, ensancha una abertura: son libros, está pesada, la arrastra con la otra mano, aprieta los dientes, comprime el pecho, respira en intervalos, ya falta poco se dice e inclina su cuerpo hacia adelante como si escalara el asfalto, hundiendo los pies con furia, con alegría.
6
El anciano agita los brazos, abulta la cara y su carcajada espanta a los gatos de la cama, se pone de pie picando con el bastón el suelo, da dos pasos, tropieza con la bacinica, se sienta en el banquillo al lado de una mesa tambaleante cubierta de goterones de cera. Ojea las dos bolsas, le pide a Juan que ponga la más grande en el barril del patio, coloca la otra bajo sus piernas, retira uno a uno los libros y los tiende sobre la mesa. Con una mano le revuelve el cabello a Juan y le dice que vaya, que se dé prisa, que hoy comerán café con leche y pan con mantequilla. Juan corre, su cuerpecito bate la puerta, el sonido de sus pasos se pierde de inmediato.
7
El viejo abre los libros, frota con sus dedos el papel, están en buen estado piensa, siente el aroma antiguo que despliegan sus hojas, piensa en las aulas, en el brillo de sus zapatos, en el altavoz anunciando cuarenta vueltas después del desayuno, casi puede sentir el calor clavado en el rostro, los tazones de comida hirviendo, los cigarrillos a escondidas, las luces de burdel, el tiempo.
8
Pega la cabeza hacia la mesa, en la superficie de los libros puede observar claramente diversas marcas, rasguños, mordidas, golpes desde distintos ángulos, se acerca más, le parece distinguir un rostro, un gesto de pavor grabado en la cuerina, mira con detenimiento, una imagen lo arranca de golpe del banquillo, tiembla, posa sus manos contra la mesa, incrusta las uñas en la cera, piensa: no cabe duda, soy yo. Cierra los ojos, un líquido viscoso se le adhiere a la garganta, huele a sangre, oye ladridos, graznidos, martillazos rompiendo el aire, siente el balazo quemándole la pierna, las noches en el pabellón pestilente, los frasquitos de orina, las agujas bajo la piel, el dolor, los gritos ciegos volando entre las camas. Abre los ojos, una máquina de carne lo tritura todo, sus manos, el banquillo, la niebla, la bacinica.
9
El cuerpo del viejo tendido de espaldas, los ojos abiertos, la boca atiborrada de papel, los libros dispersos en el suelo, Juan se sienta sobre la cama, su llanto explota, lanza golpes secos contra un libro, gruñe con furia, refriega sus manos contra su cara, se saca entremezclados moco y lágrimas; abre el libro, cierra los ojos, piensa en dios y sólo ve una ameba brillando esplendorosa en la oscuridad.
10
Domingo de marzo, madrugada profunda, una bolsa agujereada es arrojada desde un puente, es golpeada consecutivamente por varios vehículos hasta asentarse al pie de un poste de alumbrado público.
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